Cuando se debatía la actual Constitución,
Manuel Fraga defendió que no se incluyera allí la mención a las causas de
disolución del matrimonio. No lo consiguió, pero aún en 1981, cuando se debatió
la primera ley de divorcio, Alianza Popular, el partido donde ya militaban
Aznar y Rajoy, votó en contra de esa ley que el propio Fraga calificó de “estridente”.
En el mismo mitin decía que era “hora de poner orden en la casa”. Hoy no conozco
a nadie (aunque los habrá) a quien le parezca bien que si, en una pareja,
alguien quiere separarse, tenga que contar con el consentimiento del otro para
tener el divorcio. Ni que, si el otro o la otra no quieren separarse, se prohíba
el divorcio. El matrimonio obligatorio está asumido como una aberración. Esta lógica
se olvida cuando hablamos de pueblos. Y no está mal recordarla porque, al cabo,
estamos manejando (o manipulando, si se quiere) sentimientos.
En esta comparación, cuando una
pareja está en crisis, o se abandona toda esperanza de conciliación, o se
intenta un acercamiento, una reconquista, reconstruyendo la seducción. Lo que a
nadie se le ocurriría, energúmenos aparte, es plantear continuar con el
matrimonio a la fuerza, por cojones, porque eres mía o mío, siempre lo fuiste.
Leí ayer un comentario que comparaba esta actitud con la del maltratador que insulta,
desprecia, golpea, hiere o incluso mata cuando la pareja decide dejarlo. Pero
mientras el Código Penal y una mayoría creciente de la población condenan lo más
visible de esa violencia de género, parece como si, mucha de esa misma
población, asumiera como normal que a quienes quieren separarse de nosotros hay
que tratarlos a palos. Ya perdí hace mucho, desde aquellos nada inocentes boicots
al cava catalán, la lógica de este peculiar ritual de apareamiento, donde el
macho comienza el acercamiento propinando un par de coces.
Hoy sigo leyendo guantazos indiscriminados
en nombre de la unidad de España, esa misma que ayer quedó muy malherida. Tengo
amigos y familia en Cataluña, gente buena, honrada, de unas y otras ideas, que
hoy se sienten excluidas, expulsadas por quienes justifican necesaria la
violencia, o se la toman a broma, un chiste. Ellos la vivieron ayer en carne
propia. Hoy leen que hasta eso se les niega: sus votos y sus heridas son
mentira, sangre pintada, propaganda dicen estos nuevos negacionistas, vamos a
odiaros sin remordimientos, os queremos. A muchos de los de aquí también los conozco.
Son amigos, vecinos, compañeros de trabajo, gente normal con los que comparto tendedero,
vinos, el autobús o el médico, y que hoy se cubren de bilis, de ferocidad, de
falta de empatía y de humanidad, y se suman al linchamiento, pidiendo cárcel para
todos, multas e indigencia para todos, retirarles la custodia a sus hijos,
disolver la autonomía, una mano mucho más dura. Nada de tender puentes, de
recuperarnos. A por ellos. Y ellos, claro, vienen, y se rinden y se convierten.
Manuel J. Ruiz Torres