El pasado lunes en la asociación “Foro Libre” debatimos
sobre mi obra literaria. En un ambiente relajado y con un público muy
participativo hablamos de la curiosidad como el motor común de la literatura y
de la ciencia. Que la poesía es un género tan de ficción como la narrativa, en
el sentido de pretenderse una reproducción aproximada de sentimientos. Algo así
como contar lo que no se sabe expresar de otra manera más que describiendo el
hueco que deja cuando desaparece. Pero que la ficción no implica falsedad sino franqueza.
Contamos otra fábula: que la actividad creadora se parece a las radiaciones de
energía que emiten o absorben los electrones cuando saltan de un nivel a otro,
ese fenómeno que estudia la espectroscopía. Algunas situaciones, personales o
sociales, nos excitan (en el sentido de que nos agitan, nos activan o nos encienden)
tanto que alcanzamos, por un brevísimo tiempo, unos niveles de clarividencia o
de conocimiento que no son los de nuestra vida cotidiana. Después viene la técnica,
el trabajo de aprender a retener, para compartir, lo que descubrimos en esas
alturas, en esos momentos de versión mejorada de nosotros mismos. Sin que
suponga una jerarquía de géneros literarios, hay que reconocer que en la poesía,
para bien o para mal, es donde esa subida llega más alto, donde el vértigo es más
grande. Terminamos hablando de libros de cocina, quizás el género literario más
cercano a la vida frecuente. Contar la cocina histórica como una narración de
lo que merece la atención de nuestra memoria. Buscar en la memoria de los demás
lo que vamos siendo. Una manera de retener y recordar el pasado. Literatura, al
cabo.